No he encontrado jamás verdad más impactante que las
reveladoras palabras de Pablo Neruda “Algún día en cualquier parte, en
cualquier lugar indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y ésa, sólo ésa,
puede ser la más feliz o la más amarga
de tus horas”
Como si desde mi niñez estuviera esperando la llegada de ese
día, desde bien pequeño no escatimé esfuerzos por cumplir con todo lo que
esperaban de mí. Me aplicaba por ser un alumno excelente, leía todo lo que caía
en mis manos, tenía un apetito insaciable por aprender. Quería ser un buen
hijo, una buena persona, soñaba con
cambiar la vida de las personas, admiraba profundamente a Gandhi o
Martin Luther King, deseaba parecerme a ellos, fundar una gran ONG, luchar
contra las injusticias, ser admirado por mi familia.
Una infancia compleja, viviendo en un barrio calificado de
“marginal”, en una familia muy humilde y marcada por la mala relación entre mis
padres, dejó una huella imborrable que
contribuiría a hacer de mí un niño introvertido, soñador, refugiado en la lectura y en el paraíso que
para mí suponía la armonía reinante en casa de mis titos a orillas del río
Genil.
Con la adolescencia llegó la perdida de la inocencia. Aparque
por inabarcable la idea de cambiar el mundo, y haciendo mío el lema “piensa en
global, actúa en local” decidí que había mucho que mejorar a mi alrededor. Me
afilié al PSOE, durante años milité activamente, formé parte de la ejecutiva, de
listas electorales, organicé actos, coordiné campañas... De nuevo soñaba con
mejorar la vida de la gente, con ser un gran dirigente, y así, pasaba largas horas
divagando sobre como transformar mi pueblo, mi ciudad, Andalucía o España.
Convencido de que la educación resultaría una gran aliada en
mi tarea de cambiar la sociedad, y entusiasmado con llevar a la práctica nuevas
formas de entender la educación, terminé Matemáticas y me lancé con ilusión al
reto de ser profesor. Preparé con mimo
las oposiciones, pasaba horas y horas elaborando los temas, mi
programación, mi exposición, sin agotarme porque sentía que merecía la pena.
Recuerdo la frase con que terminé mi exposición ante el tribunal: “Para mí, ser
profesor no es solo una forma de ganarse la vida sino de ganar la vida de
otros”
Colmado de ilusión comencé mi camino como profe. Cada alumno
se convertía en un reto para mí, entusiasta de la consigna”Dime y lo
olvido, enséñame y lo recuerdo, involúcrame y lo aprendo” me afanaba por conectar con ellos, persuadirles de la importancia de la educación
para su futuro, de que estar bien formados era el mejor camino al éxito (por
aquel entonces no existía Hombres, mujeres y viceversa). Vivía con extremada
decepción cada suspenso, me dolía cada expulsión, y cada abandono se tornaba en
un fracaso personal.
No solo ambicionaba mejorar la realidad política, no me
bastaba con dirigir los pasos a mis alumnos, quería cambiar a mi familia, que dejaran de
dar voces, que redujeran el consumo de luz y agua, que reciclaran, que compartieran
mis ideas políticas. Pretendía cambiar a mi hermano, que estudiara, que leyera,
que “refinara” sus gustos musicales…Anhelaba que mi relación fuera perfecta, que
todo se ajustará a unos ideales que para mi eran los más bellos y justos del
mundo.
Deseaba viajar por todo el mundo, conocer todas las culturas posibles, todas
las gastronomías y me asfixiaba si estaba un mes seguido en casa.
Jamás lograba estar satisfecho del todo, excesivo en mis
exigencias con todo el mundo y sobretodo implacable conmigo mismo. Como es
lógico, el resto de los mortales no aceptaban siempre de buena gana adaptarse a
mi visión del mundo ideal. Discutía con mis padres, con mi hermano, con mi
pareja, me desencantaba con la política… acumulaba por igual éxitos personales y
frustraciones. Después de grandes euforias, llegaban enormes vacíos.
No fue lo mío un cambio radical de vida provocado por un
gran shock, sino más bien una evolución gradual, un encaje de piezas paulatino,
un cúmulo de experiencias, lecturas, vivencias.
Paso a paso, dejé de luchar contra el mundo y decidí
lanzarme a la ardua tarea de ser yo el cambio que deseaba ver en los demás.
Comencé a abandonar viejos prejuicios, a cuestionar todas y
cada una de aquellas ideas que como dogmas irrefutables asimilamos desde
nuestra infancia. Descarté que tener un brillante expediente, o una posición de
prestigio tuviera necesariamente una importancia significativa en la grandeza
que pueda alcanzar una persona.
Comprendí que un número no siempre es fiel reflejo del esfuerzo
o la valía de un alumno, que “un excelente maestro es aquel que, enseñando
poco, hace nacer en el alumno un deseo grande de aprender”. Dejaron de preocuparme
en demasía las calificaciones de mi hermano, pues lo que siempre me importó fue
verlo feliz, y de eso Andrea se encargaba mejor que yo.
Traté de no juzgar a
las personas por las primeras impresiones, de abandonar aquellas rencillas
enquistadas de las que ya no recordaba los motivos que las provocaron. Aprendí que olvidar es muy sano y reparador y
tras mucho buscar, encontré en mí mismo a la persona que debía hacerme feliz el
resto de mi vida.
Dejé de tener miedo a los silencios incómodos, entendí que a
veces la soledad es la mejor compañía y que la amistad verdadera perdura
incluso en la distancia.
Aprendí a trabajar en
función de mis necesidades y no a hacer del trabajo una necesidad.
Dejé de defender mis
ideas como si de dogmas incuestionables se trataran, abandoné el seguidismo ciego a unas siglas, a
un líder o a una bandera para poder ser fiel a mis principios. Dejaron de tener
significado para mí palabras grandilocuentes como nación o patriotismo, desistí
de repetir lemas diseñados por otros, renuncié a buscar el aplauso de los demás
para buscar mi propia aprobación. Así hoy me permito sin complejos ser
matemático, practicar Yoga, invertir en bolsa, leer a García Márquez, a Neruda
o al Dalai Lama, ser ateo, feminista, practicar meditación o escribir un blog.
Aprendí a aprender, como les gusta decir a los pedagogos, de
la belleza de los valores de ángeles de 16 años como Mari Jose o Inma, de la
sabiduría sencilla y humilde de mi tita María, de “tipos duros” como Ricardo o
Jose Miguel, de grandes mujeres como Lola, o de “pequeños” hombres como Txiqui.
Raras vez me he visto tan diestramente reflejado como en el
epitafio que reza en la tumba de un obispo anglicano:
“Cuando era joven y mi imaginación no tenía límites, soñaba
con cambiar el mundo. Cuando me hice más viejo y sabio, descubrí que el mundo
no cambiaría. Entonces restringí mis ambiciones, y resolví cambiar a mi país.
Pero el país también me parecía inmutable. En el ocaso de mi vida, en una
última tentativa, quise cambiar a mi familia, pero ellos no se interesaron en
absoluto. En mi lecho de muerte, por fin, descubrí que si hubiera empezado por
corregir mis errores y cambiarme a mí mismo, mi ejemplo podría haber
transformado a mi familia. El ejemplo de mi familia tal vez contagiara a la
vecindad, y así yo habría sido capaz de mejorar mi barrio, mi ciudad, el país y
¿quién sabe? cambiar el mundo”